Citango

Resulta inocente pensar que la escritura es simplemente un proceso de dos fases: primero decides lo que quieres escribir, y luego lo dices. Por el contrario, como todos sabemos, uno escribe porque no sabe qué decir. La escritura es lo que te revela qué es lo que querías decir. De hecho, a veces construye lo que quieres o lo que   querías decir. Lo que revela (o afirma) puede ser bastante distinto de lo que tú (en parte) pensabas que querías decir en un primer momento. Es en este sentido que podemos decir que la escritura nos escribe a nosotros mismos.

John Maxwell Coetzee

¿Cuál es el papel de la escritura tanto en términos culturales como políticos, en una era en la que el trabajo inmaterial –el trabajo con y desde el lenguaje, la invención, el conocimiento– es el factor fundamental en la producción de valor? En plena era del semiocapitalismo, ¿pueden los escritores imaginar y producir una práctica lingüística capaz de generar un mundo alternativo a la dominación del capital?  

Cristina Rivera Garza


Transformada la obra en mercancía, una obra literaria auténtica debe luchar contra esa especie de “marcas de fábrica” en que parecen haberse convertido los géneros que, sin embargo, resisten; transformados en novelas policiales, románticas o de espionaje, en colecciones de bolsillo expuestas en los supermercados o en novelas góticas, biografías o bestsellers vendidas y consumidas en aeropuertos.

Pampa Arán

 



En muchos, la lectura y el estudio de un autor suele exigirles el despliegue  de ciertas virtudes que aborrezco. Lupa en mano, rastrean ideas, razones,  tropiezos, guiños, insinuaciones entre líneas. Tienen un fervor insaciable  por los laberintos. Si el autor no se los proporciona, los fabrican, y luego  se pierden a placer en sus quimeras. Cuando Frankenstein exclama: «Soy  feo, soy malo», alargan estas cuatro palabras en un tratado de ética o de  estética de seiscientas páginas. Cuando Voltaire se pronuncia: «Si Dios no existiera, habría que inventarlo», además del mamotreto ontológico-político que redactan, acuestan al pobre Voltaire en el diván del doctor Freud para que se desahogue de sus neuras.  

Transcurren los meses, transcurren los años. Un día, en un arrebato de bondad bien disciplinada, deciden enmendarle la plana al autor que es materia de sus desvelos. Están convencidos: dijo esto o aquello, pero en realidad quiso decir esto otro. Creen ser más inteligentes cuanto más suspicaces se comportan. Cuando juzgan que lo merece, le aplauden; cuando también lo merece, le señalan sus errores. No es raro que acaben como el gatito que juega con el estambre de la abuela: enmarañados y a punto de asfixiarse. 

¿Y el autor? Es obvio. Todo lo anterior le importa un rábano. Vive como el cocodrilo, mostrando un olímpico desdén por sus parásitos. 

Por mi parte, con el paso del tiempo, he ido ejercitándome a conciencia en la lectura literal. Cuando Frankenstein exclama: «Soy feo, soy malo», me parece lógico que lo diga y que se sienta como gusano. De estar en su pellejo —cosa que Dios no quiera—, con dos tornillos saliéndome del cuello y asustando a media humanidad en el barrio en que vivo, sin duda tarde o temprano exclamaría: «Soy feo, soy malo». 

Casualmente podría ocurrírseme que Frankenstein es un maravilloso patchwork viviente. Pero suponer que ese gigantón inmundo prefigura los experimentos nazis con piel humana o que anticipa la tendencia de la moda que marcó la década de los 70’s, digo yo, es el colmo del ingenio. 

En el caso de Voltaire, hábil estratega que siempre supo quedar bien con tirios y troyanos, estoy seguro de que su frase tan célebre significa: «Dios no existe, por lo cual es una estupidez inventarlo». Punto.

Ignacio Díaz de la Serna

 


Las disputas por el poder simbólico pueden ser tanto más hondas cuanto mejor disimulan lo que en ellas está en juego. Por lo general, como lo sabemos, estas disputas rara vez se presentan de manera explícita y referidas exclusivamente a la diferencia sexual; la potencia del sistema sexo-género se asienta en las formas en que se articula con otras asimetrías, con otros sistemas de dominación.

Guadalupe Santa Cruz. 

 


el objeto discurso no se confunde ni con las condiciones de producción y sus determinaciones, ni con los campos de ideas y conceptos a partir de los cuales se define, ni tampoco con el conjunto de prácticas significantes que estructuran el campo social. El análisis del discurso opera directamente sobre la división del trabajo simbólico y plantea, entonces, como principio heurístico la necesidad de aprehender globalmente lo que se dice, la manera en que se lo dice, quién puede decir qué a quién y según qué funciones aparentes u ocultas, ocupando qué posiciones y con qué resultados socialmente probables. 

De "La literatura en la Teoría del discurso social de Marc Angenot", por Alba Delia Fede Requejo. 

 

La particularidad de la literatura y sus posibilidades están en relación con la coyuntura socio-discursiva. La literatura sólo puede hacer algo y conocer manipulando el discurso social en un momento dado bajo la presión de lo que las imposiciones, las disgregaciones, también las resistencias del discurso social vuelven posible, por vía directa e indirecta; y el literato corre el riesgo –en todo momento y como cualquier hijo de vecino– de dejarse llevar por señuelos sugestivos, por simulacros de lo inaudito que comúnmente saturan el mercado cultural moderno.


De "¿Qué puede la literatura? Sociocrítica literaria y crítica del discurso social", por Marc Angenot, página 267.


Para el psicoanálisis el trauma es una irrupción sin mediación, esto es, no simbolizable, per0 real, que violenta el consciente. Deja una huella en su materia, una herida (trauma en griego significa herida), la que por su constitución no logra ser procesada: el acto traumátic0 ha ocurrido antes y sin que pueda ser significado, elaborado por la subjetividad, ya sea esta individual o social "In trauma, that is, the outside has gone inside without any mediation". La herida traumática es por definición una paradoja: un vacío que constantemente pide ser llenado.

Soledad Falabella.